Ensayo de los
años 30 de crítica literaria, fina intuición y puesta en cuestión de autores como Azorín, Espronceda, Benavente…
El arte de
escribir sin arte, es el nuevo ensayo que acaba de publicar Berenice
(Grupo Almuzara), obra de Felipe Alaiz, y prologado por Javier Cercas quien
dice de él que “perdido en la oscuridad sin remedio de la historia del
anarquismo, su nombre es el de uno de los escritores más relevantes del
movimiento libertario, también el de un periodista que en las dos épocas
radiantes que precedieron al estallido de la guerra civil, gozó del favor de
numerosos lectores”.
Esta obra pretende reunir lo mejor de la particular tarea de crítico literario del primer escritor anarquista español, y ofrece una selección,
realizada por Juan Bonilla, de los más llamativos de sus Tipos
españoles, una reunión de retratos literarios de grandes y olvidados
nombres de la literatura española. Alaiz mezcla, con su prosa rara y potente,
tanto finas intuiciones críticas como tremendos guantazos a
Espronceda, Bécquer, Campoamor, Azorín, Valle Inclán, el Nobel Benavente o García Lorca y sólo parece salvar de la quema al gran Pío Baroja.
Publicado en los
años treinta, El arte de
escribir sin arte plasma una
idea de literatura de escritura y de lectura alejada de usos burgueses que sólo cuidan sus intereses. Por tanto, rechaza los preciosismos que suelen enmascarar la
intención de no decir la verdad. “No es el hombre quien ha de hablar como un
libro abierto sino el libro abierto quien debe hablar como un hombre”, nos dice
Alaiz emparentándose a una tradición mairenesca que hoy resuena en Agustín
García Calvo o Rafael Sánchez Ferlosio. En el prólogo, Javier Cercás le da la
razón a Alaiz: "En lo fundamental es exacta su concepción del estilo... no
olvida que lo que suena a literatura no es nunca literatura... porque el estilo
verdadero linda casi siempre con la ausencia de estilo".
Según comenta Juan
Bonilla en su epílogo, para Alaiz “Benavente no era más que el pico de una
montaña que había que escalar, y que una vez escalada, había que burlarse de
ella, de lo baja que era. Gabriel Miró, una laguna que había que cruzar a nado,
y que una vez cruzada había que restarle todo mérito y discutir su profundidad.
Azorín era una llanura desértica por la que había que correr a toda velocidad
para que la arena no le abrasara los pies, y una vez puesto a salvo sobre el
oasis del papel en blanco donde verter sus opiniones, estás no podían ser más
que violentas".
Bonilla afirma que “no hace falta ser lector de ninguno de los tipos que protagonizan
estos textos, para disfrutar con la inteligencia, perspicacia, violencia y
dichosa superficialidad de este prosista raro y potente que fue Felipe Alaiz".
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